Instalar la literatura como un juego


Entrevista con Orlando Van Bredam
Revista Tropofonia - Nº 3, Agosto 2009.

Su apellido holandés engaña, nació en Entre Ríos y se radicó en El Colorado, Formosa. Durante el 2009 publicó “La música en que flotamos”, en Cuna Editorial (Chaco), novela finalista del premio Clarín en 2007. Ese mismo año ganó el premio Emecé por “Teoría del desamparo”. Es docente en la Universidad Nacional de Formosa y dice que le alegra más “descubrir lectores que escritores”. La relación con Buenos Aires, la escritura como diversión y su pasión por enseñar y dar a conocer autores, algunos de los temas de la entrevista.



Escribe poesía, novelas, cuentos. ¿Hay algún género en el que se siente más cómodo?

Depende de las épocas, creo que todos nos iniciamos un poco en la poesía, en la adolescencia, en los primeros años. Mis primeros libros son de poesía. En el año ’89 y en la década del noventa –sin ánimo de encasillarme- comencé a trabajar el cuento corto y la minificción. Y en el año 2000 –casi pareciera intencional, pero no es así- me siento más cómodo en la novela. Creo que tiene que ver con las edades, con los intereses, con las lecturas que uno va haciendo y también con necesidades, que muchas veces uno no tiene claras.


En una entrevista Héctor Tizón dijo que en los pueblos hay más tiempo (para escribir) y es más barato conseguirlo…

Yo creo que el tiempo es barato. Acá por ejemplo tenemos tiempo de dormir una siesta larga y aún así sigue alcanzando. No tenemos mayores problemas de seguridad, obviamente  no somos ya tan confiados como antes, pero podemos extender la noche más allá de lo normal, de lo que suele acostumbrarse en otros lugares. A veces me quedo escribiendo durante toda la noche y mi señora me acompaña; me ceba unos mates, mientras ella pinta sobre tela, una cosa que ha descubierto y que le hace muy bien. Es difícil vivir con alguien que escribe y que a veces –egoístamente- se sumerge en un mundo que en el momento de producirlo difícilmente se lo pueda compartir. Sólo después, cuando el libro existe o cuando el texto existe, eso se convierte en un acto más solidario, pero antes es bastante egoísta la creación, es bastante posesiva, ¿no?

Se cuestionó alguna vez el hecho de no vivir en Buenos Aires. Para tener más repercusión, por ejemplo.

Me lo planteaba en los años ’80, cuando todavía no existía Internet, cuando era muy difícil hacer algo y que eso tuviera repercusión. No me preocupa. Creo que nosotros, la gente del interior, estamos demasiado pendientes de Buenos Aires. Creo que es un engaño.
A mí me cambió mucho la amistado con Mempo Giardinelli, que vive en Resistencia, que optó por irse de Buenos Aires al interior. Él dice siempre: “pasar por alto a Buenos Aires”. La Argentina ha modificado bastante su relación con el mundo. Mempo a veces va a una feria en Colombia, una feria en España y directamente en Buenos Aires los medios ni se enteran. O hace un foro como el que hace todos los años en Chaco en el mes de agosto, trayendo escritores importantes de América Latina, Estados Unidos, traductores, incluso periodistas y escritores de Buenos Aires; pero no con el concepto de “lo hacemos desde el interior” sino que lo hacemos desde la Argentina. Modificar esa idea de que Buenos Aires lo bendice y lo consagra todo y empezar a sentirnos parte de la Argentina y del Mundo.
Creo que eso lo hemos logrado gracias a la globalización, tan polémica, pero que tiene también sus buenas aristas.

Hay gente que ha tomado la obra de Juanele Ortiz, para producir narrativa, como el caso de Pedro Mairal, y también un libro suyo de reciente aparición (La música en que flotamos”.

La figura de Juanele, que fue consagrado por los rosarinos, por Hugo Gola y muchos amigos de Santa Fe, Saer entre ellos… lo ubicaron a Juanele en un lugar central de la poesía argentina, incluso en el mundo. En mi caso me llevó a escribir una novela, pensando en qué medida se puede generar un centro desde las provincias. Figuras como Tizón, como Saer en su momento, antes de irse a Francia, Mempo (Giardinelli) en este momento, o Juanele siempre porque nunca se movió de Entre Ríos, se han constituido a su vez en una literatura propia, autónoma y la han generado a su alrededor. Uno a través de ellos ha podido espiar el mundo, sin dejarse llevar por la moda y los amiguismos a que son tan proclives los porteños. Los quiero muchísimo, pero como todo el mundo, hacen la prensa a favor o en contra de quienes son sus amigos o enemigos.

La cantidad de medios también favorece esa dinámica.

Es evidente que todos leemos la revista Ñ, es la posibilidad que tiene Clarín de poder llegar a todos lados. Es impresionante cómo estos medios generan a veces prestigio indebido –digo yo-, porque cuando uno lee esas obras en algunos casos se desilusiona y en otros les da la razón.

¿Cómo llegó a su primera publicación, a su primer libro?

Generalmente uno no llega a un libro, generalmente empieza en una revista. Por eso me enternece mucho que la gente y los jóvenes sigan produciendo revistas. Lo primero que uno hace es probar la cara del lector y la posible recepción de su obra. Lo primero que recuerdo es un cuentito en una revista que hacíamos con unos amigos, que se llamaba “La cornisa”, fue mi primera y única publicación en Entre Ríos. Después intenté hacer otra revista acá en Formosa. Hasta que en 1981 tenía un conjunto de poemas y un amigo que tenía una imprenta me regaló 100 ejemplares de mi primer libro que se llama “La hoguera inefable”, que era poesía neorromántica. Hoy me divierte leerlas, pero ya no escribo así. Tenía un prólogo –que era lo mejor- del profesor Guillermo Ara. Tenía esa capacidad de leer y responder todas las cartas que uno le mandara. Uno celebra como todo papá, su primer hijo. Ese es el comienzo de una aventura, porque escribir es siempre una actividad bastante incierta, no existen fórmulas, cada vez que uno escribe algo aparecen los temores de siempre, si lo que está escribiendo tendrá una buena recepción… esto que tiene de incierto, es la sal de la literatura.


Usted dice que se divierte mucho escribiendo, a contramano de muchos escritores.

Por supuesto. La poesía es más solemne, sigo creyendo en esa poesía –lamentablemente-, pero la narrativa no. No creo ya en pintar las oscuridades, el lugar de los resentimientos, el lugar del análisis, yo creo que eso no es para mí. Hay gente que lo ha hecho maravillosamente bien. En narrativa yo me permito jugar con el humor –no soy un humorista en la vida diaria-, soy bastante cerrado, introvertido incluso, no es la intención de hacer reír, pero siempre mis personajes son así, no lo puedo evitar.

Un personaje de un cuento suyo dice: “Orden y disciplina, y mucho rigor, eso es lo que se necesita en este país para que las cosas anden bien”. Y usted en una entrevista dice: “Un mundo un tanto desordenado y disperso que es como hay que hacer las cosas”.
¿Con cuál se identifica más?



Con la segunda. La primera es del cuento “Un poco de orden”, es un poco una tomada de pelo a la gente que cree que todo se consigue con rigor y con disciplina. Yo creo que la gente que vino a hacer las cosas las va a hacer, y esa idea de que hay que cortar las alas y hay que poner a la juventud en su lugar, a los políticos en su lugar, cuando uno apela a la violencia y al rigor, es que ha perdido la esperanza en el ser humano. Todos los días encuentro mucha más gente buena y positiva, que gente mala.

En “La música en que flotamos”, sobrevuela una pregunta: ¿para qué sirve la literatura?

Voy a parafrasear una frase del filósofo Jaspers: “filosofar es aprender a aceptar la muerte”. La literatura es aprender a aceptar la muerte. Lo interesante es eso, ¿no? Haber dejado aunque sea un rasguño en la pared. “Rasguña las piedras” como dice Charly. En mi caso la literatura siempre la pienso como lo que me queda, lo mejor de mí. Y aceptar incluso los fracasos en todas las otras dimensiones de la vida. Me lo he preguntado, no quiero preguntármelo porque me siento feliz escribiendo, pero con algunos amigos, con José Gabriel Ceballos, después de unos vinos, nos hacemos esta pregunta. Uno escribe con ese sentimiento de perdurabilidad, sabiendo –como dice Borges- que nada es eterno. Es una ilusión y eso también sirve para que uno viva y siga escribiendo. Hay mucho de inconsciente en el acto de escribir y de una necesidad casi fisiológica. Se me vuelve insoportable, escribo y nadie me está obligando a hacerlo. A veces me demoro en el proceso de escritura, sabiendo lo difícil que es publicar en este país. Pero a lo largo termina uno escribiendo mucho y parece poco.

¿Algún hecho insólito que le haya pasado al querer editar?

Entre las cosas insólitas… o insólitas no, esperables, porque de insólito el mercado no tiene nada. El libro “Las armas que carga el diablo”, que es el libro de minificción que más éxito ha tenido; antes de publicarlo lo mandé a muchas editoriales y nadie lo publicó. Pero después obtuvo el subsidio de la Fundación Antorchas y se publicó. Angélica Gorodischer le ha hecho excelentes comentarios, Mempo y Angélica lo usaron para la colección del Ministerio de Educación, la colección “Leer por leer”, donde se han hecho dos millones y medio de ejemplares. Bueno, ese fue el premio ¿no? A veces no hay que impacientarse y esperar que el mercado nos responda. Para un editor editar siempre es un riesgo. Me ha pasado con Emecé, después del premio con Teoría del desamparo en el 2007, esperaba que las puertas se me abrieran en todos los sentidos, y no es tan así, uno vuelve a cero y tiene que volver a pelearla. Creo que eso forma parte del folklore y quienes escriben no deberían sufrir por eso, o por lo menos intentar no vivir de la literatura, yo no vivo de la literatura, soy docente y lo que más me gusta es dar clases de literatura. Si se dan las condiciones publicar, y si no esperar. Hay gente que ha dado todo y sigue esperando los frutos del árbol, pero el mercado es mezquino en ese sentido.


Ya que disfruta tanto de dar literatura ¿qué autores son ineludibles? ¿y cuáles incorpora por fuera de los planes?

Es muy difícil trabajar con autores que están fuera de los plantes de estudio, es la eterna pregunta: si doy un autor no canónico y quito otro, qué garantía tengo que el alumno después se encuentre con él. Hace poco cubrí una cátedra de Literatura Europea en la Facultad de Humanidades; el cuatrimestre había avanzado bastante, y opté por seleccionar seis autores que para mí eran fundamentales: no podía dejar de dar Kafka, no podía dejar de dar Joyce, no podía dejar de dar Samuel Beckett, ni Proust. Creo que son fundamentales en la literatura contemporánea. Pero también me permito en Teoría y Crítica Literaria no tener en cuenta para nada el canon; sino mis impulsos y mis intuiciones, así autores no consagrados por la academia, como Claudia Piñeyro, me gustan y los disfruto enseñándolos porque creo son fuertes motivadores y podemos lograr buenos lectores; o autores como Guillermo Martínez, me encanta porque creo que escribe una literatura convencional pero fascinante. Lo que yo quiero como docente, es formar lectores apasionados por la literatura, el paladar lo van a adquirir con el tiempo. Si no logro que esos chicos de dieciocho años se entusiasmen, creo que he fracasado. Sucede que a veces la universidad no sólo no ayuda, sino que genera todas las vallas para que el chico no se encuentre nunca con el placer del texto. Teniendo en cuenta que de los alumnos de letras, sólo un 15 % trae algún tipo de vocación, o hacia la docencia o hacia la escritura, el resto está allí esperando  que algo especial suceda. Y eso ya depende de nosotros, los docentes,  depende de nosotros instalar la literatura como un juego, como un divertimento y que después ellos solos busquen los textos que necesitan leer. Pero además, incluyo autores regionales. Cuentos de chaqueños, santafecinos, rosarinos, cordobeses, cuyos textos son valiosos, interesantes y que el alumno los disfruta sin prejuicios porque no trato de imponerlos desde un lugar académico, entre comillas, sino de la necesidad de formar lectores.




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