Un largo viaje a Confins
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Ouro Preto. Minas Gerais. |
I
Domingo 20 de febrero, último día de Portuguesia, encuentro que reunió a escritores en lengua portuguesa y –en menor cantidad- lengua española, en la ciudad de Belo Horizonte, Estado de Minas Gerais, Brasil. El vuelo que me llevaría de vuelta a Argentina, a la humedad rosarina, partía a las cinco de la mañana del día siguiente, por lo tanto, aunque la cerveza era tentadora, cerca de las 23:30 ya estaba en el Hotel, en la Avenida Alfonso Pena, preparando el equipaje que consistía básicamente en dos pantalones, un par de zapatos, tres remeras, un desodorante, un pote de off (que no usé), pasta dental, cepillo de dientes, veintidós libros y un porta anteojos vacío, porque los había olvidado ese mismo día, en un parada técnica en la ciudad de Ouro Preto.
El aeropuerto de Confins, diseñado por Oscar Niemeyer, queda a cuarenta kilómetros del centro de Belo Horizonte; centro que está marcado por un obelisco, más pequeño que el famoso porteño, y bastante parecido al obelisco que existe en la 18 de julio de Montevideo. Para cubrir esa distancia uno puede optar por un taxi (100 reales, casi 250 pesos argentinos), colectivos que parten desde la Estación Rodoviaria (cuya peligrosidad me fue advertida) o bien una línea de colectivos ejecutivos conocida como Conexión Aeroporto, para la cual hay que desembolsar unos módicos 18 reales. Bien. Esta última me pareció la mejor opción. Confié en la publicidad gráfica y virtual de la empresa que indicaba que había un servicio a la una y treinta, lo que me daba tiempo para llegar poco antes de las tres de la mañana, y cumplir con las famosas dos horas de anticipación que el embarque demanda.
La exhuberancia lo permite todo. Esa fue la conclusión que saqué en estos tres intensos días. Construcciones del XVIII, Rococó y Barroco, Iglesias devenidas Secretarías y la arquitectura de Niemeyer que se aplica prácticamente a todo: desde la Laguna de Pampulha, a la nueva Gobernación del Estado de Minas Gerais, que parece una base espacial de la NASA, hasta un edificio construido en la década del ’70, cuyos departamentos no tienen espacio para la cocina. Hoy en día se alquilan a estudiantes e –intuyo- garotas de programa.
Bien, decía que para asegurarme de la existencia del servicio de bus al aeropuerto de Confins, recorrí las ocho cuadras (o tal vez fueron nueve) hasta la calle Álvarez Cabral 387. Una vez en el lugar, que parecía una pequeña estación Terminal, me atendió un muchacho, sin demasiadas ganas, que me confirmo la existencia del servicio de la una treinta, y que simplemente debía acercarme con mis bártulos, pagar y listo.
Así que volví, termine de acomodar el bolso, salude a Jorge Melicias, poeta portugués que tradujo a Leopoldo Maria Panero y Antonio Gamoneda, y también me despedí de Camila Vardarac, una poeta de Río de Janeiro, que me dio una gran alegría al confesarme que conocía el trabajo de Alejandra Pizarnik. Siendo ya casi la una de la mañana tome un taxi y volví a la mini Terminal de Conexión Aeroporto. Bien. Entro, contento de empezar mi regreso, con los últimos cincuenta reales en el bolsillo y que eran más que suficientes para los dieciocho que costaba el bus, y luego hasta podría comerme un buen sanguche.
Ah, voce vino a preguntarme mas temprano?
Si, para tomar el colectivo de la una y treinta.
Ay, mire, lamento informarle que hubo un cambio de horario, y nuestro próximo servicio es a las tres y cuarto.
II
II
El enojo siempre se traduce en palabras, gestos o golpes. En mí, generalmente, se traduce en cobardes insultos que miden el punto en que el otro va a reaccionar con un puñetazo. En ese punto, estoy entrenado para parar la verborragia y salir corriendo, o tratar de amainar la situación. Pero en ese momento, con mi limitado portugués, y la desesperación de sentir que podría llegar a quedar varado en Belo Horizonte, no atiné mas que a pedirle que me dejara hacer un llamado, que esto no puede ser, que ahora que hago, que por favor ayúdeme. El mineiro, con esa buena voluntad, pero esa calma que a veces exaspera, me prestó el teléfono y llame a Wilmar Silva, el curador del evento, con la intención de que pudiese llevarme al aeropuerto. Nunca contestó, y es lógico porque era ya más de la una de la mañana. Así que, atónito, salí de la mini Terminal sin entender lo que estaba ocurriendo, pensando en cuánta distancia significa cuarenta kilómetros, que en ese momento me parecía como llegar a la Luna.
Hice lo que tenía mas a mano, cruce la calle y hablé con dos taxistas. Apele a la más llana sinceridad, sin demasiada convicción de lo que decía. Les dije que realmente tenía solo cincuenta reales, y doce pesos argentinos, míseros pesos que apenas sumaban seis reales más. Se miraron, uno hizo como que no entendía demasiado, y en un gesto que creo nunca olvidaré, el otro dijo: te llevo.
Hizo un último y digno esfuerzo al preguntarme si no tenía cartón para cargar combustible, y yo, que ni auto, y apenas con una bicicleta de diez años. Resignado, Ailton dijo: bueno, vamos. Así que me subí, acomode el bolso y me tranquilicé. Ailton volvió a preguntar si no tenía tarjeta, le respondí que no, que me habían invitado, que tenía los últimos reales, que no entendía cómo la empresa de colectivos había cambiado así el horario.
Cuando tomamos la ruta pensé que tal vez terminaría en una zanja, o con el bolso vacío y en pelotas y a los gritos. Pero no, Ailton empezó a contarme que había vivido en Londres con un colombiano y un peruano. Que cocinaba sushi en un restaurante. Que hablaba algo de español y un poco mejor el inglés. Que quería estudiar y mejorar su español durante este año. Que tendrían la Copa del Mundo en el 2014 y los juegos Olímpicos en el 2016. Que si bien las cosas estaban caras, la comida para ellos estaba accesible. Que desde Luis Felipe comían mejor. Que tenía ganas de visitar Argentina, y que lugar le podía recomendar. Que la costa, que la montaña, que Córdoba. Que tenía ganas de conocer Chile. Allí fue cuando le hable de Mendoza. Que tenía un hijo de dos años. Le conté que en el Instituto Cervantes daban cursos de español. Que no conocía la existencia de esa institución.
Cuando estábamos llegando a Confins, entre sorprendido y emocionado, le volví a agradecer, diciéndole que sabía que lo que acababa de hacer, no cualquiera. Dijo que percibió que yo necesitaba ayuda, y que no hay que pensar solamente en el dinero. Eso dijo Ailton, el taxista.
III
No dejo de pensar en por qué me ayudo. No dejo de pensar que su percepción está íntima y misteriosamente relacionada con su pequeña pero digna comprensión del español, con su convivencia con otros latinos en una ciudad europea. No dejo de pensar que a veces, con solo saber algunas palabras del idioma del otro, es posible que nos movamos de una manera mas digna. Esas cosas no dejo de pensar. Y en cuántas veces prejuzgue a los taxistas, pero también me acordé del libro sobre Patafisica que estuve leyendo días antes del viaje, de Alfred Jarry y su “ciencia de las soluciones imaginarias” y de sus leyes que rigen las excepciones. Y me dí cuenta que esa noche me encontré con una de ellas. No fue un milagro, fueron una serie de excepciones que se conjugaron para producir un encuentro original. Así fue que llegué a Confins, muy temprano, cuatro horas antes de la partida del avión.
La exhuberancia lo permite todo, volví a pensar mientras miraba las fotos de la inauguración del moderno aeropuerto de Confins. Eran casi las cinco de la mañana, y pensaba en los taxistas que insulté en mi vida, en cómo había hecho para no incendiar la mini Terminal de colectivos, en los adoquines de Ouro Preto, en que me quedé con ganas de conocer la casa de Joao Guimaraes Rosa, en Cordisburgo, o el monumento a Carlos Drummond de Andrade, en Itabira. Monumento que es igual al de Olmedo, en Rosario, en un banco, como esperando a alguien. Me quedé pensando en las palabras portuguesas que ahora resonaban más claras en mi cerebro. Conservé el teléfono de Ailton, por las dudas, para un futuro. En estos tiempos, no es fácil encontrarse con excepciones. Tengo ahora sobre la mesa cuatro libros de Drummond de Andrade, la poesía de Manuel Bandeira, un diccionario de portugués. Leo. Puedo decir que todavía no me fui.
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