Una lengua que asoma


Entrevista a Reynaldo Jiménez

El encuentro con Reynaldo estuvo mediado por una lectura en Montevideo donde lo escuché por primera vez. De su obra sólo había leído “Las miniaturas”, del que me quedan imágenes de sus “cabellos como caballos” y la sensación de pliegue y repliegue del lenguaje para generar imágenes inéditas. Combinamos encuentro cerca de Plaza Serrano (Palermo) y estuvimos conversando sobre el neobarroco, la poesía y un proyecto que comenzó en Espacio Enjambre que se llama “Cinco poetas brasileros”.

Nació en Lima, Perú, pero desde los cuatro años vive en Argentina. Compiló la antología “El libro de unos sonidos”, que reúne a 37 poetas peruanos, publicó más de diez libros de poesía. A partir de 1995 llevó adelante la editorial Tsé Tsé.

Su curiosidad incluye cruces con la música, el lenguaje audiovisual y la performance. No obstante, es quizá en su recorrido y sus elecciones estéticas donde Reynaldo apoya su fe y sus movimientos. Establece una relación con el lenguaje no exenta de riesgos y de acechos. La poesía funciona para él como un lugar de descanso y concentración. Sin embargo, el poema se vuelve un lugar de ensayo, inestable y con vida propia, a punto tal que "te desmiente permanentemente y si te desmiente mejor”.


¿De qué se trata el taller que vas a dar en Enjambre?

Es un encuentro de lecturas cruzadas de cinco artistas de la escritura brasileros, que son distintas generaciones pero bastante interconectados entre su trabajo: Haroldo De Campos, Paulo Leminski, Arnaldo Antunes, Wilson Bueno, Josely Vianna Baptista. Son autores que traduje y/o edité en la época de Tsé Tsé. En el caso de Bueno, Mar paraguayo, un libro intraducible, porque está escrito en tres lenguas, es un cruce de guaraní, portugués y castellano, una suerte de guaraní portuñolizado. Es un monólogo, una especie de micronarrativa, un poco como Catatau, de Leminski. Son materiales que en su momento trajo Perlongher, él trajo los primeros fragmentos de Mar paraguayo.
En el caso de Galaxias, de Haroldo de Campos, es una especie de prosa-poema, canto-ensayo. Todas son reflexiones en danza y en práctica sobre la palabra, sobre el propio acto creador, sobre el instante en que la voz está surgiendo. Galaxias lo fue escribiendo Haroldo durante años. No podría asegurarlo, pero él escribió varias cosas al mismo tiempo. Cada tanto iba uno de estos cantos de Galaxias, que son 50, enfrentados a cincuentas páginas en blanco, sin numeración de página. Tienen que empezar y terminar ahí como un mapa celeste. Sólo que con un desarrollo témporo-espacial. Me llamaba la atención que no se hubiera traducido siendo un libro tan groso.

¿Qué encontrás en el neobarroco como estética?

Siempre digo que voy a tener que escribir un libro como un ajuste de cuentas con el tema. Tuve la suerte que gracias a Perlongher, él le llevó los poemas a Echavarren y que me incluyeran en Medusario (Muestra de poesía latinoamericana, Mansalva, 2010). Fue para mí grosísimo porque era un momento de mucho aislamiento y me encantó participar de ese libro.

Hace poco apareció un amigo peruano, Rubén Quiróz, que salió con la idea de transbarroco. La idea de lo mestizo. Un barroco que tiene que ver con la colisión y los cruces con lo nativo y lo europeo, lo español, portugués. Esos ejemplos que pueden ser el Alejaidinho, el escultor brasilero, o la pintura colonial virreinal, donde de golpe el Cristo es moreno, la fauna y flora que se representan son locales. Sale otra cosa, otra pulsión. El transbarroco como una especie de barroqueidad que podría ser uno de los hilos en el gran tapiz americano. A estos autores los tomo como pensadores en danza de lo americano, de una incógnita, de una lengua que se está buscando. Una lengua que se mete con la sintaxis, eso es lo que me interesa del neobarroco. El fraseo, cómo se articula, cómo se coloca una palabra al lado de la otra, cómo se producen ritmos sucitativos de imágenes. Cómo se interviene lo imaginario, o los imaginarios -otra palabra molestosa pero representativa-, cómo metiéndose con la sintaxis se interviene también la percepción de la realidad. En ese sentido, no tanto la literatura que retrata lo que hay sino una que interviene ampliando lo que hay.

¿Cuál es tu primer contacto con la poesía?

En mi casa había libros de poesía. Mi papá era primo de Javier Sologuren. En mi casa estaban los libros de La Rama Florida editados por mi tío, que estaban hechos a mano, que editó los primeros libros de Antonio Cisneros, Miguel Hernández, Mirko Lauer, fragmentos de “América”, de Ginsberg cuando estuvo en Lima. Estaba la edición de Losada de Vallejo de Trilce, que me volvió loco. Cosas de Arguedas, en fin.

A partir de ahí, y durante la adolescencia, los viajes frecuentando a mi tio que me presentó la poesía peruana y el conocimiento personal de algunos autores y amigos que me fueron conectando allá. Acá, más que nada durante la dictadura me contacté con grupos de estudio del pensamiento estético.
A partir de colaboraciones que hice en La Opinión Cultural, que era el único medio masivo de entonces que publicaba a la gente de mi generación. La perrada, digamos. Además, la perrada en dictadura, que era muy en las catacumbas. Era sacar la cabeza del agujero a ver quién más está haciendo algo, estamos vivos y juntémonos a leer. Toda esa cuestión de mirar dos veces, no entrar más que de a dos. Hoy es inimaginable. Es inimaginable. Y los libros que tuviste que envolver en plástico y volver a sacar. Yo no los quemé, los envolví en plástico y los enterré. Por ejemplo el libro de Maiakovski. ¿Qué delirio, no? Me acuerdo de ése. ¿Serían tan cultos los tipos? Aparecía Freud y ya era complicado. Las películas de los Hermanos Marx estaban prohibidas… no podías besar a tu novia en la calle, era peligroso, ni hablar de usar un arito… La hostilidad de las miradas… Eso es lo que se borró, la mirada general, la mentalidad que sostuvo esa represión. Los malos eran los que manejaban los hilos, pero todos los que no dijeron nada, que pasaban frente a las acciones que había, pasabas y había milicos y helicópteros llevándose gente, interrogatorios todo el tiempo, todo eso marcó.

Entonces empezar a encontrarnos sin medir la poética. Juntarnos a leer lo que cada uno estaba haciendo, y convivir y aprender. Empezamos a organizar ciclos de lectura, que no había, en el año 81 no había ciclos de lectura y empezamos a hacer eso, primero una vez por mes, después todas las semanas. Lo que valoro de esa época es esa cosa de juntarse, todos venían. Y venían “los viejos poetas”: Bayley, Madariaga, venían a escuchar y a leer, esa cosa de tertulia -me sale medio Margarita Sánchez de Thompson (risas)-, pero está buena la tertulia. Hay un momento en que la poesía necesita esa vibra. Después se fue diluyendo, cuando vino la democracia parece que se perdió un poco. Parece que es a ver quién podía ascender. Empieza a cambiar el perfil. Y también se acentuaron las diferencias, que está bueno, pero no llegó nunca a haber un debate, se instala la negación del otro. El otro no existe.

¿Cómo haces tus descansos de la poesía?

Yo descanso con la poesía. Trato que haya el mayor recreo posible. No siempre lo logro. La poesía la uso como objeto de concentración, de atención, de meditación, te diría.
En la escritura, descanso ensayando, paso del ensayo a la traducción, que también la considero escritura, una coparticipación. Desde hace unos años los poemas se escriben solos, abro un archivo y voy guardando y en un momento se configura una serie. Antes escribía libros: un tono, un modo, una serie de preocupaciones o intereses o cuestiones a combinar y desarrollar.
Ahora a veces siento que son medio como unos mamarrachos, como que no son libros, pero no me importa. Tengo ideales poéticos que nunca podría escribir como ellos. Fue una dura lección digerir eso con el tiempo; que la poesía te desmiente permanentemente y si te desmiente, mejor. Uno desaparece como entidad absolutista.

El lenguaje te empieza a hacer envíos o desvíos. Vos querés ir a la derecha y el poema va a la izquierda. Y también dejarlo en un lugar casi inconsciente, a pesar de que está muy trabajada la forma. Yo nunca termino de saber qué está diciendo, lo escucho, es un acecho así.
En el ensayo trato de generar ideas, dentro de lo posible, que es lo más difícil del mundo. Uno termina haciendo una especie de patchwork, ensayar escritura. En caso en que esté tratando sobre determinados autores, esas poéticas son interlocutoras.

Este año va a salir por Hekht un libro que se llama Nuca, está cerca del poema, entre lo biográfico y lo reflexivo. Una autobiografia paralela, los huecos en las redes, no sólo las ilaciones y los cruces, tambien las fisuras: toda la trama, la trama y la urdimbre. También es un desafío poético.
Pienso que detrás de cualquier cosa que uno haga hay una concepción, un modo de percibir la vida, la realidad, que no necesariamente es clara de antemano y quizá ni siquiera después, pero sí va a presentar un claroscuro, y en ese claroscuro se da el contraste de la experiencia. Que sea una experiencia de escritura… Hay algo con las imágenes, que son imágenes verbales, muchas veces, de otra manera no se podrían producir, suscitadas por una materialización del signo. Me parece que la poesía escrita en nuestra lengua nos permite encontrar los matices y la sensación, lenguaje, las cosas micro, lo mínimo. En el matiz y en el detalle se juegan cosas tremendas.

¿Cómo ves el panorama actual de la poesía, qué cosas te interesan?

Muchas cosas, es enorme... inabarcable. A mí me está pasando, debe ser el viejazo, que estoy releyendo cosas que ya leí, ahora estoy releyendo a (Jorge Enrique) Ramponi, que es un poeta medio olvidado de Mendoza, o Raúl Gustavo Aguirre o Edgar Bayley, esos autores que leíamos y con los cuales nos encontrábamos. Esa gente fue como borrada, o relativamente... No están en el candelero, en la vidriera.

Ahora hay una proliferación de editoriales que está buenísima. Lo que noto es una atomización, no se produce un intercambio crítico, en el buen sentido de debatir ideas, estéticas, debatir las relaciones entre palabra y realidad. Esto está marcado por la ausencia de revistas. Nunca hubo mucho pero había cierta polémica en el aire, donde todos después eran amigos, pero se podía desdoblar la cosa, no era que si yo producía una poesía diferente a la tuya entonces teníamos que quebrar lanzas y odiarnos, casi como militar nuestras posiciones… En el fondo las diferencias pueden llegar a significar complementariedad. Eso me parece que falta un poquito.

Pero también noto que hay una generación nueva, de gente de entre 20 y 30 años, que está ávida de conocer a sus tíos, a sus abuelos, dado que hubo un corte muy claro en los noventa donde se dejó de lado un montón de cosas y me parece que una generación siguiente ya digirió todo eso que se estableció, pero está buscando algo más allá de la costumbre, de los comportamientos que terminan siendo previsibles también en la poesía.




















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