El niño de Wong III
III
Algo que ocurre en el viaje: empezar a reconocer en algunas caras y en algunos modos, las caras y los modos más cercanos, familiares. Supongo es una manera del extrañar. Como si de ese modo recuperásemos la cordialidad o la confianza. Una manera de acercarse un poco a aquello que está lejos, pero vibrando cerca. No sé cómo explicarlo. Como si fuese posible acortar la distancia. Es algo involuntario. No se anda por la calle buscando parecidos como en un juego, no. Es otra cosa. Lo resume bien Antonio cuando dice que todo es una comedia de distancias.
También ocurre con los lugares: el barrio donde vivo se parece al barrio de Pichincha, en Rosario. Es un barrio de casas bajas, donde la vegetación todavía le juega parejo al cemento. Hay algunas calles de empedrado y la gente saca a pasear a sus perros.
Once, por ejemplo, se parece a calle San Luis. Pero ésta es una maqueta diminuta al lado de Corrientes. Lo que más me gusta de esa calle son las librerías abiertas hasta la noche, tarde. Y los teatros, con sus luminarias y las estrellas en los afiches.
Todavía no me acostumbro a tomar dos colectivos para ir a de un lugar a otro. El subte es una heladera siam sobre ruedas. Y las plazas, ah, las plazas, les pusieron rejas todo alrededor.
Cada barrio es una variación. Eso es interesante. Parque Chas por ejemplo tiene forma de caracol. El ritmo de la gente puede ser agobiante. Andan de acá para allá como puntitos mecánicos dirigidos a un lugar fijo. Lo que más tristeza me genera es la gente en la calle: una señora, por ejemplo, el otro día, hablaba sola a los gritos. A nadie. A todos. Como un llamado de atención. Una interrupción. Otra señora se detuvo y parecía que iba a hablarle. Me pregunté cómo sería esa señora en otro lugar.
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