De la feria de Valizas y los modos del insulto.
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Trayecto Valizas-Cabo Polonio |
I
Llego a Valizas el sábado 12 de enero a las 11 de la mañana. Se accede al pueblo desde la ruta 10, por un camino de tierra de unos 4 kilómetros. A mitad de camino se ve el Camping La Comarca. Un pedazo de campo, con algunos árboles y carpas aisladas unas de las otras. En Valizas viven 300 personas durante el año, hay 150 casas, pero en el verano, sobre todo en el mes de enero, se calcula que hay entre 7000 y 8000 personas. La terminal de Valizas es una construcción más parecida a un kiosco de bebidas que una terminal. No desentona con el paisaje: dos baños públicos, cuatro andenes de tierra sin división alguna, y a cien metros de la calle principal de Valizas, también de tierra.
No es sencillo distinguir entre patios y campings. Se acumulan, en 5 metros cuadrados, unas quince carpas. Estimo que las estacas de una deben estar dentro de la carpa del otro. Los cubretechos forman un toldo comunitario. No quiero imaginarme lo que son los baños.
Luciana, una artesana que vive en Rosario y que conocí en la feria de La Paloma, me recomienda ir a la casa del Poto. El Poto, a secas. Nos encontramos de casualidad -las casualidades en Valizas están a la orden del día- en una de las calles que cortan la avenida principal. Lo que llamo “avenida” es una callecita-peatonal donde circulan algunos autos, bicicletas y peatones por igual. A ciento cincuenta metros de la playa, giramos a la izquierda, y luego de atravesar una arboleda, aparece una cabaña que resulta ser la casa del Poto. El Poto no está. No se sabe dónde está. Allí conozco a Dardo, un grandulón simpático de barba tupida y buen tomador, que hace las veces de encargado.
Me ofrecen un altillo que por ahora está ocupado por 3 cordobeses. Hay cordobeses por todos lados. No se sabe aún si será desocupado el altillo, pero la incertidumbre no desespera a nadie, así que uno se suma a ese clima, bajo una promesa de que “algún lugar vamos a encontrar”. Dejo la mochila, y salgo a buscar algo de comida. Uno de los objetivos principales de un recienllegado a Valizas es saber dónde dejar la mochila, lo demás, parece llegar solo.
Luego de un par de horas me ofrecen un altillo. Una superficie de madera de unos dos metros cuadrados, al cuál accedo a través de una escalera a la cual le falta un escalón, el segundo. Subir exige una combinación precisa de equilibrio y fuerza. Es necesario pasar del primero al tercero estirando las piernas con cierta destreza – que no poseo-.
Instalo precariamente mis cosas en el altillo. Hay una vela, de algún habitante anterior. Un pedazo grande de nylon y un poco –bastante- de tierra. De noche no hay luz eléctrica en la cabaña, pero enseguida uno acostumbra -como puede- la vista.
Enseguida descubro que tenemos vecinos copados. Jaime y Mary son dos de los primeros artesanos de Valizas. Viven en Santa Lucía, departamento de Canelones. Los escucho hablar de umbanda, de política, de los problemas que puede traer el puerto de La Paloma. Me prendo en una ronda de mates con ellos. Me cuentan que uno de sus hijos estudia ciencias políticas en Montevideo. Que militaron con Pepe Mujica, y que en Valizas es posible ver a ministros y ex ministros paseando y alojándose en ranchitos, como el resto. Igual que en Argentina, pienso. Parecen buenos lectores. Jaime lee un libro de Tomás de Matos, destaca la claridad para contar los paisajes y climas del Uruguay, sus maneras de hablar. Ahí va.
Les pregunto si conocen a Circe Maia, una poeta de Tacuarembó que descubrí hace algunos años, y sí, la conocen. Me sorprendo. En Valizas sorprenderse también está a la orden del día. Peor que no poder volar ni remontarse/ -sueño estéril del alma- / es la horrible impresión de no poder tenderse /ni apoyarse siquiera / porque / cede.Es uno de los poemas de Cirse que más me gustan. Pienso en el invierno. Parece que no es fácil por acá pasar el invierno.
Mientras conversamos recuerdo un dato que me dijeron por ahí: Uruguay es el país con mayores índices de suicidio de América Latina junto con Cuba. Encuentro ahora este dato en un informe del Gobierno: “los principales grupos de riesgo son las personas mayores de 65 años y los adolescentes. En Uruguay se matan más hombres que mujeres, más habitantes del interior del país que de la capital, y el método utilizado por la mayoría es el ahorcamiento”.
Jaime me cuenta con evidente humor negro que un señor de Santa Lucía fue a una ferretería a comprar soga. “¿Para qué la quiere?” -preguntó el ferretero. “Para ahorcarme”. “¿Ésta estará bien?”, sí. Y se fue. También me cuenta otro caso: un tipo despechado por el engaño de su mujer que optó por prenderse fuego.
Santa Lucía y Castillos –ubicado a unos 20 km. de Valizas- son los dos pueblos de Uruguay con mayor tasa de suicidios.
Cuesta pensar los motivos. Pero ahí están los datos: 537 suicidios en 2011, según un informe del Ministerio de Salud Pública de Uruguay. En Argentina la tasa más alta de suicidios existe en Tierra del Fuego, 10 casos cada 100.000 habitantes. En Uruguay el índice llega a casi 17 sobre 100.000.
No resulta un tema de conversación posible con un turista. Se habla de caipirinha y cerveza, de lo lleno que está Punta del diablo, de la disminución de la cantidad de argentinos. Pero es una parte también de este país de playas interminables. Me instalo en el altillo y preparo los cuadernos en la mochila para ir a la feria.
II
La Feria de Valizas es el corazón del pueblo. Una serie de puestos construidos en madera que forman una U. Un escenario, también de madera, donde desfilan payasos, músicos, malabaristas y más payasos. El encargado de la feria se llama Gabriel y es la persona que debo ubicar para saber si hay puestos libres. Gabriel es de Montevideo y es profe de clown. No responde al patrón típico de un coordinador de feria. “Fiscalizar” es un termino que no existe en su vocabulario.
(Fiscalizar: dícese de la acción de verificar que los productos de un artesano sean realmente artesanales, y que generalmente es llevada a cabo por una comisión)
Habla pausado. Se preocupa por encontrar lugar para todos. Usa una gorrita que me hace acordar un poco a Piluso. Somos tres que llegamos ese día. Luciana, de Rosario que trabaja con macramé, una española que compró ropa en la India y viene a venderla a Uruguay, y yo. Conseguimos lugar luego de una serie de deliberaciones de Gabriel, en un tablón que se agregó para que nadie quede afuera. La española no puede quedarse. No se admite reventa. No existe nada que parezca una comisión. La decisión se toma rápido. En La Paloma, la comisión tardó tres días en reunirse para que los artesanos visitantes tuvieran lugar. Si quiere demorar una decisión, forme una comisión.
En la feria encuentro varios argentinos: Johana y Paula, de Capital, que venden binchas. Lucas, un escorpiano hiperactivo que diseña ropa. Leandro, de La Plata, que trabaja en metal y platería. Se empieza a armar una pequeña comunidad de inmigrantes.
Un pueblo errante se forma así:
a) se junta un grupo de personas cerca de un río, arroyo o curso de agua.
b) se junta un grupo de personas en una feria intentando vender sus productos.
c) se junta un grupo derrotado de una guerra escapando del enemigo.
Leandro acampa en medio del monte, a un kilómetro del centro del pueblo. Ese dato lo obtengo tres días después llegar. Luego de 24 hs. de estar en Valizas uno empieza a descubrir que hay carpas en los lugares más insólitos: en los patios, en la playa, dentro de las casas. Incluso hay autos que hacen las veces de carpas, y bolsas de dormir en la plaza. Parece que todo vale con tal de zafar el alojamiento. La playa se parece a una especie de centro de refugiados.
La Feria termina cerca de las dos de la mañana, pero la música continúa. La tribu argentina baila sin parar al ritmo de Kusturica. La primera noche en Valizas es imposible no ir a la playa de noche. Cargo la bolsa de dormir, el altillo puede esperar. Hay dos fogones, como dos pistas al aire libre: en una suenan tambores, baila una tribu de mayoría uruguayos y brasileños. En el otro, suenan algunos clásicos de rock nacional (argentino), y se mezclan cordobeses, uruguayos, porteños. Me quedo un rato en los tambores y veo –por primera vez- las noctilucas.
Las noctilucas forman un cielo invertido. Bichitos de luz de mar que se amontonan en la arena. También, en noches de luna llena, metiéndose al mar, es posible verlas en el fondo.
Según Wikipedia: Noctiluca es un género de protistas dinoflagelados de la clase Noctiluciphyceae. La definición me hace pensar en un Sindicato de obreros de la higiene bucal.
Me quedo con esta oración: en ocasiones tiene algas simbióticas. Estas algas tienen una enzima que cuando reacciona con oxígeno, provocan un destello de luz.
De hecho, para activar a las noctilucas, pisamos como gigantes ansiosos la arena, y se produce el relampagueo. Ahora uno entiende que en realidad lo que hizo fue generar un poco de oxígeno, y luego produjo la reacción en cadena de las enzimas. Igual, no termino de entender si es mejor entender el proceso de reacción química o pensar que es un poco de magia. Creo olvidaré algunas definiciones.
Podemos decir entonces que algunas noctilucas desprenden un destello de luz en contacto con el oxígeno. Pronto se hacen las cinco y empieza a verse la previa de un amanecer. Algunas personas aún arrojan destellos de luz. Otras se han sumergido en un poco de oscuridad. También eso se ve. Pienso en las relaciones adecuadas. En Spinoza. En dormir. En la alegría. Renuncio a ver el amanecer. Hay que dejar algo para el día siguiente.
III
“Lo primero que es necesario aprender cuando se viaja, son los insultos del pueblo en que uno se halla…”, dice Juan Filloy en Periplo. Supongo lo dice para evitar recibirlos. Así, en Cabo Polonio, a eso de las 6 de la mañana escuché dos insultos por primera vez: rastrillo y rata de caño.
Rata de caño es evidentemente una combinación. Nadie quiere ser una rata y menos de caño. Rastrillo es una persona que anda juntando lo que encuentra. Según entiendo no llega a ser un ladrón, sino más bien un oportunista. En Valizas hay algunos rastrillos. Sobre todo en esta época de superpoblación.
La policía merodea sobre todo por la noche tratando de erradicar rastrillos. Entiendo también que no todo rastrillo es rata de caño. Pero toda rata de caño es rastrillo. La rata vendría a ser un ser más oscuro, subterráneo, que se mueve en la oscuridad. El rastrillo puede tener destellos de luz, como las noctilucas, con un poco de oxígeno y relaciones adecuadas.
Luego de varios días de altillo empiezo a sentir la necesidad de volver a la carpa. Sólo llovió el 31 y parece que en Valizas llueve poco. El mar actúa como una suerte de barrera. Me dispongo a ir al monte, con Leandro, el platense. La comunidad argentina coincide en la idea. Se piensa en los recursos: agua, frutas, linternas, ollas. Quedamos en encontrarnos en el Jardín volador con el resto de los argentinos a las 15 y partir hacia el monte.
El jardín volador es un patio con casitas con forma de hongo donde también se puede poner carpas. Las casitas-hongo son unas construcciones con puertas de un metro de altura, techo de paja, de unos 3 metros cuadrados, construidas originalmente como quien construye una casa en un árbol, más para recreación de los niños que para alojamiento de turistas. Allí duermen 2 personas, a veces tres. Es Valizas y se entiende.
Llego al Jardín volador y allí está el resto de lo que será un pequeño poblado en el monte. Luciana, Paula, Johana, Lucas. Y reaparecen Laureana, de Córdoba y Daniel, de Buenos Aires, que también está en la feria con fotos. Hay ansiedad y entusiasmo.
Sin embargo, lo que parecía ser una nueva migración en masa hacia la aventura se frustra por un mensaje de texto de Leandro: lo vieron unos lugareños y al rato cayó la policía. Como consecuencia, el adelantado, que nos iba a recibir en esas nuevas tierras, ya no existía y estaba de camino al pueblo.
Estamos literalmente en la calle, pero la comunidad atenúa la incertidumbre. Y sabemos que comida no va a faltar. Recuerdo una charla de Mary y Jaime, en la ronda de mates:
- Si tenés hambre en Valizas es porque tenés menos cabeza que…
- Sí, que rata de caño.
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